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LA ADQUISICIÓN DEL LENGUAJE Y LA FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD

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Mensaje  Franna Vie Sep 19, 2008 6:53 pm

LA ADQUISICIÓN DEL LENGUAJE Y LA FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD

1 RESUMEN: Este artículo es una reflexión sobre el uso y adquisición del lenguaje y su relación con la formación de la personalidad. La lengua, estrechamente ligada al pensamiento, no existe bajo una forma homogénea, sino en múltiples variedades, desde las distintas modalidades sociales, que se configuran conforma a las experiencias y necesidades de cada grupo, a las particularidades individuales en el uso de la lengua, donde ésta se convierte en un reflejo de la personalidad. El lenguaje, en su manifestación oral, se adquiere de forma natural en los primeros años de vida. En cambio, el lenguaje escrito requiere un largo aprendizaje para llegar a utilizarlo de forma plena. En este proceso de aprendizaje se distinguen dos aspectos paralelos y continuados: la lectura y la escritura. La meta última de la lectura es la comprensión de los textos escritos, lo que exige previamente el dominio de la lectura rápida, la lectura expresiva y la lectura silenciosa. La capacidad de expresarse por escrito requiere también una práctica continuada y sistemática, que no se puede limitar a la corrección ortográfica, sino que abarca también la puntuación, directamente relacionada con la organización del texto.


Se suele decir que la lengua no es una asignatura más. Y así es en efecto. La lengua es el instrumento fundamental para ampliar nuestros conocimientos del mundo en todos los aspectos, y también lo es para comunicarnos con los demás, para transmitir nuestros pensamientos o sentimientos. Incluso, gracias a la lengua nos conocemos y nos descubrimos a nosotros mismos. Con mucha frecuencia admiramos los grandes o pequeños inventos que la técnica moderna nos proporciona, y, sin embargo, conviene observar que estos inventos se nos dan, los usamos de un modo totalmente externo, gratuito. No participamos para nada en su descubrimiento o en su elaboración. Yo quiero fijar mi atención, reflexionar, sobre un invento muy antiguo y muy moderno, a la vez, el invento más antiguo y el más trascendental de la Historia del Hombre, un invento que, para ser utilizado, poseído, necesita ser reinventado, rehecho individualmente día a día, un invento nunca rematado, siempre perfectible a lo largo de nuestra vida. Es el lenguaje.

El lenguaje se puede presentar como lengua oral o como lengua escrita, pero, fundamental y primordialmente, el lenguaje es la lengua oral. Así ocurrió en el origen del hombre, y así sucede en la adquisición individual de cualquier lengua. La lengua escrita se basa, se nutre, vive sobre la lengua oral. Por eso, cuando una lengua deja de hablarse, se convierte en lengua muerta. Puede seguir escribiéndose durante siglos, como ha ocurrido con el latín, o incluso hablándose. Pero, aunque se escriba o se hable, es lengua muerta, artificial, inmóvil, externa al individuo, no fabricada por él, sin posibilidad de hacerse a su imagen y semejanza. Pues bien, el lenguaje, el lenguaje oral, es el primero y más trascendental invento del hombre.

Con el lenguaje empieza la Historia de la Humanidad. En la historia de la evolución, el salto al lenguaje, es el salto que separa definitivamente el hombre de los demás animales. Por eso se ha dicho con razón que el homo sapiens nace con el homo loquens. El animal no tiene capacidad para adquirir el lenguaje, aunque posea los órganos físicos que podrían producirlo. Los órganos de la palabra en el hombre no son propiamente órganos de fonación, sino que han sido adaptados a la fonación, y siguen, además, desempeñando las funciones originarias. La adquisición del lenguaje fue, en los orígenes, una consecuencia de la razón, de la capacidad pensante. Y en la historia individual vuelve a repetirse el proceso.

Este artículo corresponde a una conferencia pronunciada en Tribuna Ciudadana durante el curso 1985/6. 2
El individuo no posee una cierta capacidad mental, no tiene posibilidad de adquirir el lenguaje, como no lo adquiere el animal, aunque viva junto al hombre. Un cierto grado de capacidad pensante hizo posible el lenguaje. Pero, una vez inventado, éste actúa como estímulo del pensamiento. Las palabras fueron y son puntos de apoyo que han hecho y hacen posible los infinitos avances de la razón humana. Con la palabra el pensamiento se hace más nítido, más rápido, más profundo. Esto ocurre hasta tal punto que hablar y pensar se confunden.

Se dice que sólo se habla bien una lengua cuando se piensa en ella, es decir, cuando las palabras acuden dóciles, espontáneas, sin esfuerzo a nuestros labios para expresar nuestras ideas o sentimientos. Incluso, esto sucede cuando estamos callados, pues la fluencia de nuestro pensar es como hablar en silencio y con paso ligero, apoyándonos como de puntillas sobre las palabras. El pensamiento sin palabras es de por sí vago y confuso, lo que no sabemos decir a los demás, es que no está claro dentro de nosotros mismos. Incluso los silencios elocuentes, expresivos, sólo se dan por relación con la palabra que está en ellos supuesta, latente o implícita.

El lenguaje, en su manifestación concreta, en la multiplicidad de las lenguas naturales, es una herencia social, no biológica. El lenguaje será adquirido por cada individuo de modo espontáneo, natural, asistemático. No exige ningún plan preconcebido. Sólo se requiere que el niño posea las condiciones físicas y psíquicas normales y que crezca en un ambiente de gentes que hablen. Ahora bien, la lengua de nuestro entorno, para ser utilizada por nosotros, necesita ser recreada, reinventada individualmente. De la variedad de hablas individuales y de las infinitas situaciones en que aparecen empleadas, se va deduciendo el sentido de las palabras, el modo de pronunciarlas, el modo de organizarse el discurso, lo mismo fónica que sintácticamente.

Y, a medida que se descubre el sonido, el sentido, la organización, nos vamos apropiando de él. Vamos pues, construyendo una lengua que es de todos, porque de todos ha sido tomada y a todos puede ser dirigida, pero que es nuestra, porque la hemos ido haciendo palabra a palabra, fonema a fonema. Nadie sigue exactamente el mismo camino en la adquisición de la lengua. Nadie habla como otro. Varía el matiz semántico, las asociaciones que cada palabra comporta la entonación, la tensión. Por eso, lengua y personalidad se confunden. Las personas pueden definirse por lo que dicen, o por lo que no dicen, o por el modo de decirlo. Hay personas calificadas como “calladas”, “taciturnas”; otras “habladoras”, “charlatanas” y dentro de cada grupo, la situación de cada momento repercute sobre la lengua.

De ahí frases como éstas: ¿Qué te pasa hoy? ¿Cómo estás tan callado?. O bien, si se trata de un silencioso habitual: ¿Qué te pasa hoy? Mucho hablas, pareces otro. El lenguaje pues, aunque es un hecho social y se toma del medio que nos rodea, exige una reelaboración interna, individual, para que sea realmente nuestro, como los alimentos sólo cumplen la función cuando transformados en nuestra sangre circulan por todo nuestro cuerpo.

La lengua, una vez adquirida y en el grado en que es adquirida, está ya definitivamente dentro de nosotros. Y tiene ahí su vida propia, no sólo para hablar, sino para pensar. Podemos estar años sin oír hablar nuestra lengua, pero, aunque en silencio, ella sigue viviendo en nosotros. Por este motivo nunca puede decirse en rigor que una lengua está en peligro y que puede morir. La lengua no muere porque está viva en la mente de cada uno de sus hablantes, está tan viva como su pensamiento. Y por eso también las lenguas no pueden ser manipuladas desde fuera. El uso de los vocablos, sus acepciones o su forma fónica, se deciden individualmente, palabra a palabra.

Los que sancionan en última instancia, los que admiten o rechazan no son las Academias, sino todos y cada uno de los hablantes en particular. Se comprende, después de lo expuesto, que no existe propiamente ningún método para la adquisición y perfeccionamiento de la lengua oral. Su adquisición y uso corre paralela al desarrollo físico y psíquico del individuo. Y como este desarrollo, en cierto modo, no se interrumpe hasta la muerte, la transformación de nuestra lengua tampoco se interrumpe totalmente. El único método aconsejable es la evolución natural, la eliminación de los obstáculos que puedan perturbar el desarrollo normal. Poseer una lengua no es sólo la capacidad de hablarla y de entenderla. Es tener, al mismo tiempo, conciencia de lo que decimos u oímos y del modo de decirlo.

Todos, desde que iniciamos el aprendizaje de un idioma, somos en cierto modo lingüistas. La función metalingüística está, en mayor o menor grado, en todos los hablantes. Con frecuencia se censura, se reprende, se comenta la pobreza del lenguaje de grupos determinados. Los profesores se quejan de la pobreza léxica de sus alumnos; los ciudadanos, del lenguaje de los políticos.. A veces se habla de la pobreza del lenguaje de los jóvenes. O se contrapone el lenguaje de los campesinos al de las gentes de la ciudad, o bien las diferencias lingüísticas entre los barrios marginales y los residenciales. Se considera que la pobreza del lenguaje, es un obstáculo para el progreso del individuo. El lenguaje pobre es ya en sí una marginación.

Ahora bien, en todos estos juicios se parte en mi opinión, de un supuesto erróneo: pensar que el lenguaje está ahí, al alcance de la mano, y que nos podemos apropiar de él sin más. Pero esto no es así. El lenguaje de los demás tiene que ser oído, entendido, interpretado. Hay que deducir el sistema fónico o semántico que subyace bajo la secuencia de palabras. Si la palabra oída no es entendida, no es nuestra, por muchas veces que la oigamos. El lenguaje es, desde los comienzos, interpretación, reproducción, y, al mismo tiempo, creación. El niño quema, en unos pocos años, una serie de etapas, de presistemas lingüísticos, hasta aproximarse al lenguaje de los adultos. Esto ocurre en lo fónico y en lo gramatical. Pero en lo semántico, en los sentidos y en los cambios de las palabras, el sistema posee una máxima apertura.

La marca individual está aquí patente. A medida que se amplía nuestra experiencia, nuestro interés, nuestra actividad, se amplía y se modifica también nuestro vocabulario. Hay tal dependencia entre personalidad y lenguaje que podemos decir que la personalidad está reflejada en el lenguaje. Pero lo contrario no es cierto, el lenguaje no crea la personalidad. Siendo esto así, es evidente que cada cual tiene el lenguaje que va haciendo, y no puede tener otro. El lenguaje, pues, no se enriquece desde afuera. Lo que se enriquece es la persona: en su capacidad psíquica, mental, emocional. Y, paralelamente, todo ello repercute en su lenguaje.

Podemos hablar ante los niños de un asunto reservado, y ante el temor de que ellos oigan decir: “no te preocupes, no entienden nada”. Pero años después, quizás digan en circunstancias parecidas: “no hables, que hay ropa tendida”. Propiamente no puede decirse que un individuo o un grupo social posean un lenguaje más rico o más pobre que otro. Cada cual ha ido elaborando su propio lenguaje paralelamente, o su desarrollo físico y psíquico, a sus experiencias, a sus dedicaciones, a sus intereses vitales. El lenguaje se va, pues, creando a nuestra imagen y semejanza, del mismo modo que nuestro ser físico e intelectual de ahora, es una consecuencia de la historia particular de cada uno en el doble plano físico y psíquico.

Nuestro vocabulario es abundante, lleno de matices en las cosas o actividades a que nos hemos dedicado o que nos han interesado, pero es mínimo en las parcelas que no hemos vivido o que hemos conocido, sólo superficialmente. Las gentes pueden permanecer más calladas, cuando se habla de cosas que ignoran o que no les interesa. Pero esas mismas personas se tornan locuaces, hablan con entusiasmo, cuando se pasa a los temas que conocen o que les apasionan. Y, por otra parte, no puede hablarse en términos absolutos de la superioridad e inferioridad de un grupo, o de una clase social frente a otra.

Cada grupo puede poseer, en efecto, cierto léxico común derivado de la común dedicación. Pero el manejo del lenguaje varía infinitamente dentro de cada grupo. El grado de inteligencia, de fantasía, de sensibilidad tiene su correlato en la lengua. En cualquier nivel social llámese alto, bajo o medio, hay gentes que hablan muy bien, porque su pensamiento es muy claro. La agudeza intelectual, la tontería, la fantasía o la pobreza imaginativa, se pueden dar en todas las clases o grupos, y todo esto tiene su correlato en la lengua que se maneja. No debe, por esto, sorprendernos que un político se exprese con torpeza verbal, mientras que un analfabeto pueda hablar con gran fluidez. Desde los orígenes, el lenguaje humano ha sido siempre lo que hoy es: una multiplicidad de lenguas. Y cada una de ellas está constituida por un conjunto de dialectos y hablas, hasta llegar al idiolecto o modalidad de cada hablante.

La diversidad de lenguas y dialectos no es un mal, ni un castigo ni un inconveniente para la comunicación entre los hombres. Es una consecuencia natural del origen y de la función del lenguaje. Éste nace y se desarrolla en cada hombre, en cada individuo y en cada grupo humano, se adapta a las necesidades ambientales, y es por ello, un reflejo de la personalidad individual o social. Las modalidades lingüísticas tienen una localización geográfica o social precisa. Son como plantas que viven en un medio y se nutren de él. Ahora bien, en un momento determinado de la historia, el hombre sintió necesidad de transmitir el mensaje contenido en el lenguaje oral más allá del tiempo, más allá del lugar concreto en que vivía.

De ahí el segundo gran invento de la historia humana: el lenguaje escrito. Si el lenguaje oral significó realmente el nacimiento del homo sapiens, el lenguaje escrito significó el salto de la Prehistoria a la Historia. Los pueblos que no inventan la escritura están en la Prehistoria, aunque vivan en pleno siglo XX. La palabra es y sigue siendo, un punto de apoyo para el avance del pensamiento. La invención de signos gráficos para representar a las palabras supuso un nuevo y trascendental impulso para las posibilidades de la razón humana. En una palabra, el pensar humano se hace más nítido, más profundo, más claro con la escritura, estos mismos aspectos se intensifican. Si hablar es pensar, escribir exige repensar, reflexionar sobre nuestras propias palabras.
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LA ADQUISICIÓN DEL LENGUAJE Y LA FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD Empty Re: LA ADQUISICIÓN DEL LENGUAJE Y LA FORMACIÓN DE LA PERSONALIDAD

Mensaje  Franna Vie Sep 19, 2008 6:53 pm

En el discurso escrito, la coherencia o incoherencia de lo que pensamos o decimos se pone de relieve y esto exige la rectificación, el perfeccionamiento. Con la escritura, los logros de la razón o de la imaginación, pueden hasta cierto punto, eternizarse y ser utilizados por las gentes de otras épocas o de otros países. Lo que está escrito es un testimonio, hasta cierto punto, perdurable e inmodificable. Por eso, se dice que las palabras las lleva el viento, pero, en cambio, lo que se escribe se lee. El lenguaje es originario y es básico de la lengua oral. El escrito es un símbolo, una imagen de la palabra sonora. Pero, a pesar de esta relación profunda, hay una diferencia fundamental entre los dos tipos de lenguaje.

La lengua oral se adquiere y vive con nosotros de modo natural, espontáneo: todo hombre, en condiciones físicas y psíquicas normales, aprende a hablar y habla, sin que nadie, ni él mismo, se cuide de ello. Hablamos de modo semejante a como pensamos o paseamos: sin necesidad de hacer un esfuerzo especial. El lenguaje escrito, por el contrario, no se adquiere ni se desarrolla de modo natural. Se requiere, para poseerlo, para utilizarlo, un lento y minucioso aprendizaje. El aprender a leer y a escribir en sentido pleno, es una de las tareas fundamentales de toda enseñanza, desde la escolar hasta la universitaria. Muchas gentes han vivido o viven aún en el analfabetismo total o parcial en ambientes de alto nivel cultural. No pueden participar plenamente del progreso cultural del mundo que les rodea, porque no conocen o no manejan adecuadamente el lenguaje escrito.

Quijote, loco de tanto leer, y Sancho Panza, iletrado, arraigado sólo en la tradición oral, son un buen símbolo de dos posibilidades, a la vez tan próximas y tan alejadas, en la misma época y en el mismo país. El lenguaje escrito tiene dos manifestaciones: la lectura y la escritura. Por medio de la lectura, los signos gráficos son, para quien sabe interpretarlos, símbolos sonoros con un contenido semántico. Leer es convertir el mensaje escrito en mensaje oral y llegar así al pensamiento que en él está encerrado. Solemos admirarnos ante los pequeños inventos que la ciencia y la técnica moderna están produciendo sin cesar, pero no ponemos atención en las maravillas cotidianas en las que nosotros mismos intervenimos. Una de ellas es la lectura.

La cinta magnetofónica reitera la grabación sonora infinitas veces, pero monótona, inalterable, siempre igual. Las palabras del libro, en cambio, aunque sean las mismas gráficamente se hacen en cada lector y aun en cada momento distinto, nuevo, original, único. Leer es en última instancia, entender lo que se lee. El dominio de la lectura exige un aprendizaje largo y minucioso. En este proceso, hay tres metas fundamentales: lectura rápida, lectura expresiva y lectura silenciosa. Los pasos de la lectura no pueden ser exactamente los mismos que los de la lengua oral, pero la adquisición de ésta sirve de modelo. Por eso, hay que partir de lo más simple, de lo más contrastivo: de la palabra, de la pequeña frase, de la estructura silábica más simple, para ir pasando a la compleja, a la menos perceptible en la combinación de fonemas o de palabras dentro de la frase.

Las primeras lecturas son por lo tanto vacilantes, titubeantes como los primeros pasos. Hay que ir conociendo y superando las pequeñas dificultades una a una. Así se llega al automatismo, a la velocidad, lo mismo que en el andar o en el hablar. El leer como un papagayo significa haber alcanzado la primera meta, haber vencido las dificultades del silabeo, estar en posesión de un hábito, pero la meta última de la lectura no es la velocidad, porque cada uno tiene su propio ritmo de lectura. Leer es saltar de la palabra escrita a la hablada. La mejor lectura será la que esté más próxima al coloquio, a la conversación. Y el tono y el ritmo de la conversación son variables: lento o rápido, alto o bajo, con oscilaciones y cambios de acuerdo con el sentido que subyace en la letra.

El mejor elogio que puede hacerse de un lector o de un locutor es éste: parece que está hablando. Naturalmente, esto no es fácil de conseguir. No se puede leer un texto no conocido previamente o no entendido. De los locutores de televisión, de los malos, se dice con frecuencia que son bustos parlantes. Pero no es fácil ser un buen locutor cuando hay que leer tanto sobre temas variados. Habría, entre otras cosas, que estar interesado por los temas de que se habla. La lectura expresiva o entonación no se adquiere de modo natural. Puede haber gentes que lean mucho, pero lo hacen mal cuando lo hacen en alta voz, cuando leen para los demás.

Hay, indudablemente, personas con mejores condiciones naturales que otras para la lectura expresiva. El tímido, el introvertido, tiene más dificultades que el extrovertido. Hay unas normas, unas reglas, una práctica que, reiteradas, pueden conducir al hábito de la lectura expresiva. Hay que tener en cuenta lo que significan la puntuación, el orden de las palabras y de oraciones, el sentido fundamental y la secuencia de sentidos parciales, en su mayor o menor importancia y su contraste. La poesía es un excelente medio para llegar a la lectura expresiva. El poema fue originariamente, canción, y potencialmente, siempre lo sigue siendo. En él los elementos del plano de la expresión, el lado fónico, cobran especial relieve. El orden de las palabras, las frases sucesivas y su contraste, la naturaleza de las propias combinaciones de fonemas, el ritmo, la rima, son medios para poner de relieve lo que se quiere decir.
Junto al simbolismo semántico aportado por las palabras y sus encadenamientos, hay un simbolismo fónico que conjuntamente nos acercan a la intuición del poeta, a su original visión. Sentir una poesía, disfrutarla, entenderla, exige leerla bien, entonar adecuadamente, marcar las pausas, el ritmo propio, poner el acento de acuerdo con el sentido. No hay, naturalmente, un modelo único de recitación de poesías: cada género, cada época, cada autor, y cada poesía en concreto exige su propia, su específica lectura. Y cada lector hace su recitado particular, de acuerdo con la emoción, con el sentimiento que en él ha despertado el poema. De este modo, cada poesía tiene nueva vida a través de cada lector. En cambio, las grabaciones de poesías, hoy tan frecuentes, tienen el inconveniente de la monotonía, de la inmovilidad, de la interpretación única.

Machado dice, por boca de Juan de Mairena, que le gustaba oír sus poesías de labios de los niños de las escuelas populares, pero que le hubiese horripilado verse declamado, bramado por los recitadores de oficio. La última etapa es la lectura silenciosa o interpretativa. La velocidad es aquí máxima, ya que no intervienen las articulaciones de los órganos fonadores. Las palabras escritas son sólo como punto de apoyo para llegar al pensamiento, al sentido que subyace en la letra. Si para quien conoce una lengua pensar es como hablar en silencio, leer es como oír en silencio la fluencia del pensamiento ajeno. Según la expresión de Quevedo, leer es escuchar con los ojos, estar en conversación con los ausentes, muchos ya no vivos. Sólo cuando se ha llegado a esta fase, se ha alcanzado plenamente el arte de la lectura con los labios mudos y los ojos atentos, avanzamos rápido o lento, saltamos líneas o volvemos atrás, o nos detenemos, releemos o nos recreamos en lo que vamos leyendo, de acuerdo con el interés, la novedad, la dificultad, la indiferencia o el placer que el texto va despertando en nosotros.
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Mensaje  Franna Vie Sep 19, 2008 6:54 pm

La lectura silenciosa es como una conversación en las condiciones óptimas para aprehender el sentido. El sonido de las voces no nos perturba. El discurso del autor fluye silencioso, rápido o lento, a nuestra voluntad, conforma a nuestra comprensión o a nuestro gusto. La lectura, así entendida, es como una profundización, como un nuevo avance en el lenguaje oral, un salto a una nueva vía a través de la cual el hombre puede ampliar indefinidamente sus conocimientos, sus experiencias, su personalidad en suma. Gracias a la lectura podemos salir de nuestro ambiente, de nuestro país, de nuestra época. Podemos vivir o revivir las experiencias de hombres de otros tiempos, de otros países.

Ahora bien, para llegar al mensaje contenido en los libros, para adueñarse del pensamiento y de las palabras nuevas, tenemos que entenderlas, interpretarlas, revivirlas en nosotros. El proceso de apropiación es semejante al del lenguaje oral. Lo que entendemos, oral o escrito, es ya nuestro. Toda lectura, si es entendida, es una recreación. Los libros que no somos capaces de leer, son como los discursos en una lengua desconocida: nuestra personalidad se va descubriendo, formando, al compás de nuestras lecturas. Nuestras posibilidades o nuestras limitaciones en la inteligencia, en la imaginación, en la sensibilidad van quedando patentes, de modo parecido a lo que sucede en el trato oral. Leer es como conversar.

Estamos haciendo constantemente una selección. Hay libros que nos aburren, nos molestan; otros nos son indiferentes; algunos, en cambio, nos interesan, nos atraen, nos apasionan. Leer es forzosamente elegir, seleccionar. No podemos ni nos interesa leer todo lo que se escribe o se ha escrito, como tampoco es posible ni nos apetece hablar con todos. La lectura y el trato oral, corren paralelos en la vida del hombre culto. Son dos vías posibles, a través de las cuales nuestra personalidad se despierta, se forma, se afianza o se transforma. La relectura de libros olvidados es como el reencuentro con viejos amigos, y que pueden traernos la añoranza, el desencanto o la emoción. Los libros que nunca nos abandonan, o que nunca abandonamos, son como la charla con los pocos amigos, los buenos amigos de siempre.

Es el recreo en los temas, siempre los mismos y siempre distintos, pues, con el paso del tiempo, nada es exactamente igual en nuestro recuerdo. Pero, como se dijo anteriormente, a la lectura no se llega de modo natural, espontáneo. Exige un aprendizaje largo y minucioso, unas prácticas progresivas y reiteradas. Si no se pasa por ello, si no se vencen las pequeñas dificultades, no se aprende a leer en sentido pleno, no se despierta la afición a la lectura. Queda, así, una parcela de nuestro espíritu inculta, inexplorada. Algunas personas no pasan de la lectura vacilante, otros sólo llegan a la lectura rápida, mecánica.

La práctica de la lectura se interrumpe pronto y queda así cortado un camino de progreso personal. El dominio del lenguaje escrito supone la capacidad de leer y escribir en sentido pleno. Leer es descodificar, pasar de la grafía al sonido, y de éste al pensamiento. Escribir es recorrer el camino en sentido inverso: el pensamiento se formula en palabras, y éstas en conjuntos de letras. Se ha hecho una codificación que puede ser interpretada por quien abarca los dos códigos, el de leer y el de escribir. La escritura no se adquiere de modo natural y espontáneo, ni tampoco va paralelo al progreso en la lectura. Su dominio, su perfeccionamiento exige un largo, continuado y minucioso proceso de aprendizaje.

Las dificultades para llegar a saber escribir de verdad es aún mayor que para saber leer. Un aprendizaje insuficiente de este instrumento expresivo hace, que, en la práctica, una mayoría de gentes sean incapaces de manejarlo, o lo hagan de modo torpe o rudimentario. Los sucesivos pasos del lenguaje escrito son paralelos, como en el caso de la lectura, a los del lenguaje oral, aunque no de modo riguroso. Se parte de las palabras usuales, y de una escritura más sencilla y de la frase simple, para pasar progresivamente a la más compleja, lo mismo en la escritura silábica que en la oracional.

Escribir es, desde los primeros pasos, reflexionar sobre la lengua que ya se maneja, y profundizar en ella, tener conciencia más plena de lo que decimos. La escritura correcta supone la clara percepción de las unidades lingüísticas en sus distintos planos, de su función y de sus combinaciones posibles. Nos vamos dando cuenta de como el discurso está organizado en oraciones, y éstas en palabras. Cada una de estas unidades muestra su individualidad, su autonomía y también su dependencia de los otros. Escribir es como estar analizando nuestras propias palabras, hasta llegar a las mínimas unidades perceptivas: la sílaba y el fonema.

El sistema alfabético es, sin duda, el de máxima perfección. Con un número reducido de grafemas se representa a uno limitado de fonemas, que cabe realizar de infinitas maneras. Con esta base tan simple se puede llegar a un número infinito de palabras o de combinaciones de palabras. No es posible, desde luego, representar por escrito el inmenso número de matices fónicos o semánticos de la lengua oral. Pero éstos están latentes en la grafía y pueden hacerse patentes en cada lectura. La escritura tiende a la universalidad, a la máxima comprensión. Intenta borrar, ocultar las variedades individuales para llegar así a un público más vasto. Por eso, la ortografía es forzosamente arcaizante. Gracias a este arcaísmo se supera la variedad dialectal sincrónica y, en cierto modo, diacrónica.

No es posible una correspondencia exacta entre grafía y pronunciación. Ésta se altera en cada individuo, en cada grupo, y también en el transcurso del tiempo. Por eso, periódicamente, se imponen ciertos reajustes. En español, las discordancias entre grafía y pronunciación son mínimas. Las faltas de ortografía apenas perturban el sentido. Pero conviene cuidarlas sobre todo por estética. La dignidad de la palabra exige también una presentación digna. Más importancia que lo estrictamente ortográfico tiene la puntuación. La puntuación se corresponde con la entonación, y ésta está ligada al sentido. Saber leer en alta voz es saber entonar, es marcar las pausas, el ritmo y los contrastes de acuerdo con el sentido. Del mismo modo, se puede decir que saber escribir es primordialmente saber puntuar. Un discurso sin puntuación, o mal puntuado, es caótico, confuso, equívoco.

Las normas de puntuación son sencillas, mínimas, pero con cierta flexibilidad para adecuarse a la infinita variedad de secuencias tonales posibles. No obstante, se suele insistir más en la ortografía (uso de la h, b, v) que en la puntuación. No se repara en que la puntuación es más regular, más sistemática, más racional que la ortografía, porque está adecuada a la entonación, al sentido de las ocasiones o grupos sintácticos. Por eso, la puntuación de un texto puede ser deducida, razonada, reinventada. El hábito de una puntuación correcta no se logra espontáneamente por la sola lectura. Exige observación, razonamiento, prácticas programadas y reiteradas. Y el que de verdad haya aprendido a escribir, escribirá, como la lectura es una necesidad para quienes saben leer. Y con la escritura se adquiere un instrumento útil, imprescindible para andar por el mundo de hoy; y algo más importante: la escritura es un medio de expresión, de descubrimiento de nosotros mismos y de nuestras posibilidades intelectuales, imaginativas o afectivas.

Por la letra no sólo comunicamos a los demás lo cotidiano, lo trivial, sino que nos descubrimos nosotros mismos. El pensamiento se hace más nítido cuando se encierra en palabras, y éstas se hacen aun más precisas cuando se formulan por escrito. Los grados de coherencia o incoherencia del discurso oral se ponen de relieve al verlas conjuntamente sobre el papel, y exigen, por ello, una nueva versión más perfeccionada. Ortega ha atribuido la escasez de libros de memorias en España al hecho de que el español siempre ha sentido la vida como un dolor de muelas. Yo creo que la causa está en relación con la escasez de gentes que de verdad habían aprendido a escribir.

En la conquista de América abundaron los Hidalgos, los hombres de letras. De ahí la abundancia de soldados cronistas. El que sabe escribir siente necesidad de escribir, aunque sea una simple carta, unas notas para sí mismo, porque es un modo de ver más claro lo que sucede. En los grandes escritores esto ocurre en el más alto grado. En la fluencia de palabras, en la confesión oral, nos revelamos ante los demás; en el escrito nos descubrimos a nosotros mismos, podemos asistir curiosos, divertidos, asombrados ante lo que se nos va ocurriendo. Es algo semejante a la contemplación de nuestros propios sueños. Ernesto Sábato decía a este propósito bellas y profundas palabras: El escritor sabe cómo empieza su obra, pero no sabe cómo terminará. Es, al mismo tiempo que su creador, el primer lector. El Quijote comenzó como una parodia de los libros de caballerías y terminó siendo una confesión, un desahogo de las visiones y andanzas de Miguel de Cervantes. El simple hecho de escribir esta obra fue su gran satisfacción, su mayor recompensa. Lo que el Quijote termina siendo para Cervantes fue claramente percibido por él: Yo di en el Quijote pasatiempo al pecho melancólico y mohíno. Jesús Neira Martínez.
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